(Greifswald, Alemania, 1774 - Dresde, Alemania, 1840)
Aficionado como soy al siglo XIX, una conversación relativamente habitual con mi mujer y con muchos amigos es el daño que ha hecho la novela y el cine del siglo XX al concepto “Romanticismo”.
Y digo daño porque por romántico se entiende una estética almibarada, llena de suspiros y de rosas, con historias de amor que siempre acaban bien; cuando en realidad el romanticismo genuino supone aventura, riesgo, afición a lo exótico, a lo salvaje, gusto por las ruinas, las nieblas otoñales y las ruinas misteriosas.
De hecho, hubo un momento del período romántico donde la idea de lo sublime se asoció ante todo a una experiencia no vinculada al arte sino a la naturaleza, imponiéndose una “poética de las montañas”, donde pintores y novelistas se sintieron fascinados por las rocas inaccesibles, los glaciares sin fin, las extensiones sin límites.
A mediados del XIX, el filósofo británico Shaftesbury escribirá «Hasta las ásperas rocas, las grutas musgosas, las cavernas irregulares y las cascadas desiguales, adornadas de todas las gracias de lo salvaje, me parecen mucho más fascinantes porque representan más genuinamente la naturaleza y están envueltas de una magnificencia que supera con mucho las ridículas falsificaciones de los jardines principescos».
Uno de los pintores que encarna este ideal romántico es Caspar David Friedich, pintor alemán del que hay muy poca obra expuesta en España, y al que he querido dedicar esta entrada. De hecho, según muchos autores, su cuadro “Caminante en un mar de niebla” retrata el paradigma del hombre romántico.
La primera vez que contemplé obras de C.D. Friedich fue en un museo de La Haya, y desde entonces me ha fascinado su capacidad para plasmar la belleza y el misterio de acantilados y bosques, icebergs y peñascos.
De hecho, pienso que la estética de lo salvaje de los cuadros de C.D. Friedich ha influido en muchos pintores de la naturaleza actuales, en un momento donde se hay mucha creación de calidad con esta temática.
En esta entrada podéis disfrutar de las siguientes obras:
- Dolmen en el bosque.
Y digo daño porque por romántico se entiende una estética almibarada, llena de suspiros y de rosas, con historias de amor que siempre acaban bien; cuando en realidad el romanticismo genuino supone aventura, riesgo, afición a lo exótico, a lo salvaje, gusto por las ruinas, las nieblas otoñales y las ruinas misteriosas.
De hecho, hubo un momento del período romántico donde la idea de lo sublime se asoció ante todo a una experiencia no vinculada al arte sino a la naturaleza, imponiéndose una “poética de las montañas”, donde pintores y novelistas se sintieron fascinados por las rocas inaccesibles, los glaciares sin fin, las extensiones sin límites.
A mediados del XIX, el filósofo británico Shaftesbury escribirá «Hasta las ásperas rocas, las grutas musgosas, las cavernas irregulares y las cascadas desiguales, adornadas de todas las gracias de lo salvaje, me parecen mucho más fascinantes porque representan más genuinamente la naturaleza y están envueltas de una magnificencia que supera con mucho las ridículas falsificaciones de los jardines principescos».
Uno de los pintores que encarna este ideal romántico es Caspar David Friedich, pintor alemán del que hay muy poca obra expuesta en España, y al que he querido dedicar esta entrada. De hecho, según muchos autores, su cuadro “Caminante en un mar de niebla” retrata el paradigma del hombre romántico.
La primera vez que contemplé obras de C.D. Friedich fue en un museo de La Haya, y desde entonces me ha fascinado su capacidad para plasmar la belleza y el misterio de acantilados y bosques, icebergs y peñascos.
De hecho, pienso que la estética de lo salvaje de los cuadros de C.D. Friedich ha influido en muchos pintores de la naturaleza actuales, en un momento donde se hay mucha creación de calidad con esta temática.
En esta entrada podéis disfrutar de las siguientes obras:
- Dolmen en el bosque.
- Naufragio en un mar de hielo.
- Caminante en un mar de niebla.
- Bosque con niebla.
2 comentarios:
Te pareces un montón a un primo mío, pero él no es romántico ni le gustan los peñascos ocn niebla, eh? Juliaaaaaan, que haces ahí metiooooo...
Ahora la idea de lo sublime se asocia a tener un televisor de plasma, jugar al paddle como el infame Aznar o imitar al famoso o corrupto de turno.
Yo me considero uno de los últimos románticos, bienvenido al club.
Un abrazo
José Angel
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