En los cuentos antiguos hay muchas historias de niños que se pierden en el bosque y son criados por los animales. Una de las más famosas, que siempre gusta mucho a las niñas, es la historia de Atalanta, la princesa que llegó a ser la mejor cazadora de Grecia.
Peter Paulus Rubens, «La caza del jabalí de Calidón», hacia 1620.
Atalanta nació en Arcadia, una región de Grecia que en aquellos tiempos estaba llena de espesos bosques de encinas y quejigos. Un día, siendo casi un bebé, una malvada bruja la separó de sus padres y la abandonó en lo más profundo del bosque, pensando que moriría de hambre y de frío.
La suerte hizo que por allí pasara una enorme osa con sus dos ositos, que al instante se encapricharon de la niña, que dormía envuelta en una colcha blanca. Desde entonces, una espesa piel marrón le daba calor cuando tenía frío y un hocico húmedo le enseñaba a buscar comida en el bosque.
Había luchado, jugando, con los ositos, revolcándose sobre la hierba y las hojas. Había aprendido de ellos a esconderse para escapar de los cazadores, a reconocer a los animales amigos y a esquivar a las fieras enemigas. Hasta a hablar había aprendido sola, espiando a los cazadores que acampaban en el bosque durante sus noches de cacería.
Un día, mientras acechaba a una liebre, oyó el silbido de una flecha y se tumbó boca abajo, inmóvil. - Qué raro –se dijo-, los cazadores nunca me habían sorprendido-. Y no había ruido de pasos en la hojarasca ni ladridos de perros.
Alzó los ojos y entre las jaras apareció una joven vestida con una túnica muy corta, ceñida con un cinturón de cuero del que colgaba un cuchillo, y con un carcaj de flechas a la espalda. Así fue como Atalanta conoció a Diana, la diosa de la caza y de los bosques.
- Ven –dijo Diana- haré de ti una cazadora.
Desde entonces, Atalanta vivió con la tribu de ninfas que acompañaba siempre a Diana. Se convirtió en una de ellas: vivían cazando en el bosque, más hábiles que los más expertos cazadores para disparar una flecha, preparar una trampa o seguir el rastro de las fieras.
Francois Boucher, «Diana Saliendo del Baño», 1742.
Un día del comienzo del invierno, cuando los castaños ya han perdido sus hojas, llegaron extrañas noticias de Calidón, una ciudad cercana. Al parecer, un enorme jabalí estaba devastando los campos de labor. Por la noche se acercaba a los pueblos y desenterraba las raíces de las vides, mataba las gallinas y destrozaba los almacenes donde se guarda el trigo.
Lo terrible del caso era que más de un cazador había salido en su busca para matarlo, pero ninguno había vuelto a su casa. El rey de Calidón ofrecía ahora una enorme recompensa al que fuera capaz de matarlo.
En la fría mañana en que se reunieron en la plaza de la ciudad, todos pudieron ver que allí habían viajado los mejores cazadores de Grecia. Estaban los gemelos Cástor y Pólux, el gran Meleagro, famoso por su pericia con la lanza, el príncipe Peleo, que sería padre de Aquiles, Teseo, que luego se hizo famoso por la muerte del Minotauro, y muchos más. El rey los saludaba a todos y les deseaba mucha suerte en la caza del monstruo.
En ese momento llegó Atalanta y un gran murmullo se levantó por toda la plaza.
- ¿Quién eres?
- Vengo a la cacería.
Los mozos que estaban al cuidado de los perros se echaron a reír y llamaron a los soldados de la guardia, que se acercaron curiosos.
- ¿Eres un chico o una chica? Creo que te has equivocado de lugar, vete al pueblo del que te hayas escapado, regresa a cuidar las cabras de tu padre, un jabalí no es como una cabra.
- Tengo arco y flechas. Me parece que es bastante. Me llaman Atalanta, escríbelo, si sabes escribir, porque yo mataré al jabalí.
Todos se pusieron a reír y en ese momento pasó sobre ellos una urraca, muy alta en el cielo. Atalanta sacó una fecha de su carcaj, la ajustó en su arco, tensó la cuerda y, casi sin que se dieran cuenta, derribó el ave de un disparo certero.
- Pienso que se ha ganado un sitio en esta cacería- dijo Teseo-. Todos celebraron la destreza de Atalanta con el arco, aunque todavía no confiaban mucho en esa muchacha de aspecto débil y desaliñado.
- Ya veremos si es tan valiente con el jabalí- decían muchos. Y comenzaron a adentrarse en el bosque, con los perros por delante, husmeando el rastro de la fiera.
El jabalí parecía haber desaparecido. Atalanta, que por haber vivido siempre en los bosques los conocía mejor que nadie, avanzaba atenta a la menor señal, estudiaba las huellas, olía el viento. Tenía siempre una flecha preparada para no perder la ocasión de herir a su presa.
Dante Gabriel Rossetti, «La caza del jabalí», hacia 1865.
De repente, se oyeron en el bosque gritos de terror y dolor. El jabalí había salido y, en lugar de huir, atacaba a la partida de cazadores. Sus colmillos no perdonaban. Se produjo una terrible confusión en la que mató a dos cazadores y a varios perros.
En este momento, Teseo hubiera podido matar al jabalí porque se le puso a tiro; sin embargo, los perros le estorbaban la vista, y no se atrevió a soltar la fecha por miedo a herir a uno de ellos.
No sucedió lo mismo con el arco de Atalanta. Erguida detrás de un arbusto, tranquila, precisa, la muchacha apuntó al corazón e hirió al jabalí, que se revolcó gritando. En ese momento, el príncipe Meleagro saltó encima de él y lo remató con su lanza.
- Recordad este día compañeros –dijo Peleo- puesto que Atalanta nos ha demostrado a todos que una mujer puede ser tan buena cazadora como un hombre.
Años más tarde, cuando Atalanta tuvo muchas más aventuras, en invierno siempre se le vio vestida con un capote hecho de la piel de un jabalí. Era una piel especialmente grande y oscura, y la gente la señalaba diciendo: «Ella mató al monstruo, logró lo que no consiguieron cien príncipes, y su gesta será recordada durante cuatro mil años».